El color de sus ojos cambiaba con las emociones o el mal tiempo. Sus profundos colores azules se tornaban verdes y luminosos cuando sonreía, feliz, y generosa compartía su alegría con nosotros, sus súbditos. Pues ella era una reina. Se llamaba Irma y era mi madre.
Nació a principios de los años veinte, en un siglo que ya es pasado y al que sobrevivió hasta hace unos pocos años. Repito una anécdota de su infancia, poblada de naranjos y acrobacias y de risas sin fin. En el día de su cumpleaños, un 29 de setiembre, cuando era pequeña, mi madre observó desde la ventana de su casa que muchas personas se aglomeraban en la calle, se abrazaban, gritaban y lloraban. Emocionada, le consultó a su mamá si todas esas personas venían a celebrar su cumpleaños. En el Chaco paraguayo, el ejército al mando del Coronel Estigarribia, acababa de ganar la batalla de Boquerón, victoria fundamental para la marcha futura de la contienda.
Mi madre cantaba. Enamorada del canto y de la vida, era feliz, pero muy pronto debió enfrentarse a esos desafíos que a veces la vida le pone a uno enfrente, y que nunca se terminan de entender. Su propia madre, mi abuela, muy estricta, a la manera, a la peor manera de nuestros mayores, la hizo encarcelar en la prisión del Buen Pastor, cuando apenas tenía 18 años. Me cuentan que esto que es tan terrible se hacía en ocasiones, años ha, aunque nunca terminé de comprenderlo. Quizá la rebeldía feliz de mi madre, su opción por el canto, o simplemente su belleza manifiesta, la llevaron a esa decisión. Y así, estuvo dos años allí. Dos años es mucho tiempo, incluso para el enojo de una madre que la visitaba a veces, muy pocas, sin permitir que otros miembros de la familia la vieran. Esta historia triste se constituyó en uno de esos secretos familiares, en que se mezclaban la vergüenza y la rabia. Quizá era yo el único que lo ignoraba, hasta que ella misma me lo contó, sintiendo que vivía sus años finales. Con la emoción reflejada en sus ojos, pero no en su voz, me relató con palabras sencillas lo que había sucedido, me explicó que en aquella época, no obedecer a tus padres podía tener ese tipo de consecuencias, y yo la escuché atónito. Esa noche lloré como me enseñaron que deben llorar los hombres, solo, aún preguntándome por qué.
La vida siguió, impertérrita, y ella,alejada del canto, se enamoró de un futbolista del club Nacional, a quien entregó su virginidad, un poco en venganza por lo sucedido. Un amor sin mayores consecuencias, excepto su opción por el club, que mantuvo toda su vida. Poco después conoció a mi padre. Caminaban juntos hasta llegar a la casa familiar, de donde mi padre era echado sin contemplaciones por esta señora destemplada que fue mi abuela. Pero la terquedad, característica de los vascos, lo mantuvo cerca, y finalmente se casaron. Comenzó entonces el largo peregrinar de una pareja, siempre bajo la batuta bohemia de mi padre, fotógrafo de profesión y viajero por pasión. Asunción, Encarnación, Formosa, Corrientes y quién sabe qué otros lugares visitaron y habitaron, cada vez con más hijos. Por último, en Asunción, mi madre le lanzó esa mirada profunda y azul y le informó que ya no se volverían a mudar, por lo menos de ciudad. Y allí nací, sexto y último hijo de esta unión asombrosa.
Mi madre trabajaba mucho. Seis hijos no se crían solos. Hacía maravillas con el escaso dinero que mi padre traía a casa. Para saber más de mi padre podrás, misterioso lector que me sigues a través de este otro misterio que se llama internet, ver un poco más de este muro hasta encontrar su historia. Así, sabrás también que no era fácil ser opositor a Stroessner en épocas en donde la oscuridad quería, pero no podía, llenar todos los corazones.
Transcurrieron los años. La vida, el dibujo y el amor me alejaron de la casa paterna, a la que sin embargo retorné un domingo, el eterno domingo de los almuerzos en familia. Allí, en el pasillo, los dos solos, lloró sobre mi hombro la sombra de mi ausencia. Se recompuso rápidamente, pues esa era su naturaleza, y sonrió, acariciándome el rostro.
Tuvo que enfrentar también la partida de Nito, su esposo y mi padre, y su propio alejamiento de la casa que habitaba. La vejez tiene estas cosas melancólicas de quizá dejarnos a merced de los que más amamos. Vivió con mis hermanos y hermanas, una reina en el exilio, siempre majestuosa y digna. En ocasiones, en fiestas familiares, nos concedió la gracia de su voz bella y quebrada por los años, cantando uno de sus tangos favoritos, "Volver".
El mismo tango con el que la despedimos, en el cementerio de la Recoleta. Allí, con mi propia voz quebrada, atiné a realizar una desordenada semblanza de su vida. Pero, ¿cómo definir a una reina? ¿Cómo poner en palabras tanta majestad?
Hoy, en que también se celebra este Bicentenario maravilloso en que recuperamos un poco de nuestra memoria, decidí también homenajear a mi querida madre, y recuperar algo de la mía.
Felicidades, mamá, en tu día.
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